COLUMNAS

Derivas y ‘monomanías múltiples’ de las obsesiones por el tiempo

Alma Sarmiento

El interés que dedicamos al Tiempo emana de un esnobismo de lo irreparable.
Cioran

El tiempo, la más común de las ficciones¹, cambiante y sujeto a incesantes interpretaciones en el seno de las culturas y en el frenesí de las superpuestas capas de las épocas humanas, el tiempo es de naturaleza escurridiza, en especial en el mundo Occidental. Tiempo obsesión, tiempo devorador de hijos en su acepción griega del titán Kronos, que se confunde con el dios Chronos, encarnación del tiempo mismo, el origen de todo, el tiempo que pasa. El tiempo como partícula bicéfala que pasará a separar el antes del después para Aristóteles, y el instante como su garante y representante en una continuidad hecha de puntos, de instantes infinitos, cuantificables, pero una continuidad que divide y que unifica, reúne y separa; instante, siempre el mismo, siempre otro, siempre inasible, tiempo imposible de amaestrar. Y si saltamos a nuestra época nos encontramos con la idea del “tiempo acelerado” de nuestras sociedades contemporáneas, definido de manera notable por el sociólogo Hartmut Rosa como el signo y reflejo de una espectacular y epidémica “hambruna de tiempo”, donde aparecemos como zombis hiperactivos, “perdiendo” el tiempo tratando de tener más, ganarlo y rentabilizarlo en la era de la globalización, la velocidad, la idea de instantaneidad, la insaciabilidad de la tecnología, etc., etc.

Desde cada rincón de las dimensiones humanas el tiempo se ha tratado de explicar y se seguirá tratando de explicar, entender, conceptualizar, conocer, experimentar, y por eso, quizás, constituye la más común de las ficciones. Experimentamos el tiempo, pero lo vivimos en varias dimensiones, la historia y los relatos, factores sociológicos, políticos, culturales, científicos y artísticos, entre tantos otros. A veces la obsesión por el tiempo se me aparece antes que nada como una obsesión contra el tiempo. Y ahí surge el problema de la irreversibilidad, como si fuera lo único que queda para vérnoslas con el tiempo.
Siempre, o desde que tengo conciencia de mi conciencia, en un “siempre” mío ínfimo y pequeño, me ha obsesionado el tiempo. Esta obsesión ha sido ritmada por una especie de collage que reúne amateurismo y una serie de monomanías múltiples², donde se juntan y se mezclan el tiempo que se vive, el tiempo histórico y el tiempo de la creación. Antes de saber hablar de manera coherente señalaba al reloj y le decía “gaílo”. He pensado mucho de dónde habré sacado esa palabra, ¿será que quería decir gallo y que respondía a una búsqueda de comparación entre el reloj y el gallo? Quizás ahí encuentra un posible origen mi obsesión por el tiempo, por buscar diferencias y comparaciones entre entenderlo y vivirlo, pues de alguna manera ambos aspectos se ven representados en el reloj y el gallo respectivamente.

El gallo, domesticado hace aproximadamente 8000 años fue y ha sido un asiduo anunciador de la aparición del día, del sol, principio de todo, principio de la vida, dios sol para tantas culturas. Junto con las clepsidras, los relojes astronómicos del neolítico, los relojes de arena, entre otros, el canto del gallo fue durante milenios un gran reloj fiel, y, aunque sospechoso porque a veces irrumpe a cualquier hora del día, tiene por ejemplo en la lejana historia romana un lugar importante, pues la primera hora del día se llamaba gallicinum, en honor a su canto, y correspondía al inicio de las actividades cotidianas, así como al poder de espantar los monstruos de la noche³. Aparte del gallo y los otros mecanismos señalados, otros índices de la naturaleza han sido criterios para medir el tiempo, por ejemplo, el movimiento de las estrellas y su atenta observación por múltiples pueblos, como los Inuit, que no sólo se guiaban por las estrellas, sino que tenían otros métodos para despertarse, como su vejiga, pues la segunda orina de la noche anunciaba el inicio del día.

El reloj, en cambio, marca una ruptura radical en este panorama y despoja a los y las humanas de las señales periódicas de la naturaleza. Los relojes son la espacialización de un tiempo medido en intervalos iguales y representa, de manera evidente y única los efectos del tiempo (pero Bergson nos diría que esos efectos no son el tiempo en sí y que esta espacialización del tiempo no tiene nada que ver con el tiempo “real”, esa duración pura que le da forma a la sucesión de nuestros estados de conciencia, cuando nuestro “yo” se deja vivir).
Las primeras referencias a los relojes mecánicos o semi-mecánicos se encuentran en documentos que datan alrededor del año 1000 de la era cristiana y relatan la urgencia de monjes por conocer la hora para rezar en sus aislados monasterios4. Su angustia y puntualidad temporal se concentraba en especial en las horas matinales, es decir, en tener un despertador para la primera y temprana oración del día. Estos monjes seguramente no confiaban ni en los gallos ni en sus vejigas, y se inventaron un tiempo mecánico para rezarle a su dios, que se erige sin embargo como el creador de todo, tanto de los gallos, las vejigas y las estrellas. La gran paradoja es que su objeto de veneración les obliga a ser puntuales de una manera que parece estar fuera del alcance de su propio objeto de veneración. El reloj aparece entonces como una suerte de prótesis extraterrestre, es “el primer esclavo mecánico inventado por el hombre”5, como dice el cronobiólogo Alain Reinberg. Para él, el reloj marca una revolución en nuestra cultura, aunque se trata de una revolución donde el tiempo deja de girar. Sin embargo, aunque se le podría responder a Reinberg que justamente en un reloj el tiempo no hace sino girar, él se refiere al carácter homogéneo, lineal y continuo del tiempo de nuestra “civilización del reloj”6, un tiempo mecánico al que obedecemos, encarnado por un instrumento de regulación del comportamiento y la sensibilidad humanas que le da ritmo a nuestras vidas7.

Esta idea de un tiempo continuo, lineal y homogéneo así como la invención de los relojes por los monjes responde de manera totalmente simétrica al ‘orden del tiempo’ en la cultura occidental, que deriva de la religión católica, y más ampliamente de una definición judeocristiana, que inaugura una institución temporal donde el tiempo se caracteriza por una topología lineal e irreversible, marcada por la creación del mundo y el Juicio final que promete a los fieles la eternidad, es decir, la ausencia de tiempo. Es curioso que la era cristiana empezara a contar su tiempo a la vez que hacía del Apocalipsis una de sus piedras fundacionales. El sentido creciente de su linealidad se convierte en una especie de cuenta regresiva de su singularidad histórica, que se convierte así en el programa de su propia autodestrucción. Pero sabemos que ese “conteo” no es totalmente definido y el tiempo religioso deja una puerta abierta a las ambigüedades cuantitativas que nos remite, en suma, a una “deficiencia ontológica”8 propia del tiempo humano.

Obviamente, todas estas observaciones son el resultado de reflexiones milenarias muy complejas. En la obsesión de los primeros cristianos por definir un principio del tiempo, encontramos preguntas que pueden vincularse a cuestionamientos abismales propios de la física. Sólo hay que sustituir la palabra “Dios” por “Causa Primera” en la siguiente frase: “¿Creó Dios el tiempo y el universo simultáneamente, o creó los marcos de espacio y tiempo antes de crear la materia?”9
Esta pregunta es cercana a los cuestionamientos que nos dejó San Agustín en sus Confesiones, donde figuran algunas de las reflexiones sobre el tiempo más inteligentes, penetrantes y desgarradoras (y que también se pueden conectar con algunas explicaciones de la física), como su lúcida conceptualización del “orden del tiempo”, donde el pasado, el presente y el futuro forman una “trinidad de tiempos” triplemente negativa: el pasado ya no está, el futuro todavía no está y el presente no permanece – pues de lo contrario sería la eternidad –, de modo que del tiempo sólo podemos decir que existe por su tendencia a no existir, a no permanecer. Así y como nos explica Étienne Klein en su libro Las tácticas de Chronos10, el tiempo puede ser entendido como un motor que transforma al futuro en presente y al presente en pasado, ubicándonos en una perspectiva lineal, una continuidad simple donde el tiempo, encadenado, solo “avanza” hacia adelante. Podemos ir y venir en el espacio, pero no podemos avanzar en todas las direcciones del tiempo, por culpa de la causalidad.

Pero podemos también, por supuesto, inventar soluciones imaginarias frente a la coraza causal del tiempo. Existen innumerables historias y teorías, en la ciencia ficción, en la física, la literatura, el arte, etc. En su libro mencionado antes, Étienne Klein explica por ejemplo que las ecuaciones del comportamiento de la materia en el mundo microscópico abren una serie de posibilidades inquietantes que desestabilizan las concepciones clásicas que se desprenden de las ecuaciones de nuestro mundo “macroscópico”. En este mundo todo fenómeno físico sigue leyes que impiden que este fenómeno regrese a su estado original luego de ser sometido a un cambio de estado. La figura que mejor sintetiza este estado de cosas es la entropía y con ella la ley de la termodinámica que explica este devenir y evolución de todo sistema físico hacia la irreversibilidad. El agua tibia no puede transformarse en agua fría por un lado y en agua hirviendo por el otro.
En cambio, Klein señala que las ecuaciones del mundo microscópico si son reversibles. Pero, ¿cómo es que las ecuaciones macroscópicas no lo son? La explicación es excesivamente compleja e intraducible a este breve texto, solo retengamos que las ecuaciones macroscópicas deberían poder deducirse de las microscópicas si se admite que todo comportamiento macro es en sí el resultado del ensamblaje de un gran número de sucesos elementales y microscópicos. De ahí, explica Klein, podemos deducir que probablemente la irreversibilidad de nuestros sistemas físicos corresponde a una limitada descripción que hacemos de ellos. La causalidad, la irreversibilidad de nuestro sistema macroscópico sería entonces una ilusión propia de nuestra escala de observación.
No muy lejos de esta idea y para terminar, mencionaré apenas un ejemplo más tomado de Lewis Carroll, que en su novela Silvia y Bruno evoca un “[…] reloj del país del Afuera […] que tiene una propiedad particular: en lugar de caminar con el tiempo, es el tiempo el que camina con él”11. Este reloj, perteneciente al profesor de Silvia y Bruno, tiene seis u ocho agujas; al moverlas, el excéntrico profesor, también llamado Mein Herr, explica que puede “[…] hacerles retroceder un mes, ese es el límite. Y entonces todos los eventos comienzan de nuevo, con todas las modificaciones que la experiencia puede sugerir. […] Tiene otra propiedad aún más maravillosa, dice el profesor. ¿Ves esta pequeña clavija? Se llama “clavija de inversión”. Si la presionas, los eventos de la siguiente hora ocurren en el orden contrario”12.
Esta novela de Carroll contiene otras ideas sugerentes, como la teoría de que el cerebro está invertido; o la posibilidad entre el pueblo del país del Afuera de almacenar todo el tiempo perdido, como se cuenta en este diálogo:

“Mediante un proceso sencillo y breve, que no puedo explicarles, [las personas del país del Afuera] almacenan las horas inútiles; y, en ciertas ocasiones, cuando resulta que necesitan tiempo extra, las sacan.
[…] ¿Por qué no puedes explicar el proceso?
[…] Mein Herr tenía una explicación preparada, pero no era una respuesta: Porque ustedes no tienen palabras en su idioma para expresar tales ideas”13.

Tenemos palabras y lenguajes, en cambio, para definir el tiempo. He ahí el gran lodazal del tiempo. “Tiempo” es una palabra, una palabra primitiva decía Pascal, imposible de definir según él, pero si nos confunde tanto es porque la hemos inventado. Sería formidable que encontráramos nuestro lugar en las ecuaciones reversibles del mundo microscópico… podríamos decirle a Proust que busquemos el tiempo perdido, microscópicamente, donde todo sería potencialmente reversible. No habría ningún esnobismo de lo irreparable como dice Cioran, sino como una modestia de lo reversible. Diríamos en lengua Aymara que el futuro está detrás de nosotros; seríamos como parlantes salvajes del desorden de la arquitectura temporal; venceríamos a la oligarquía del tiempo y viviríamos en un carnaval del no-tiempo.

 

  1.  Título de un libro publicado en 2012 por la filósofa Véronique Le Ru en las Ediciones PUF.
  2. Expresión que tomo prestada a Raúl Ruiz en una entrevista con la cineasta antofagastina Adriana Zuanic en el 2007, en el contexto del Festival Internacional de Cine del Norte de Chile que ella dirigía (https://vimeo.com/28627849).
  3. Alain Reinberg, L’art et les secrets du temps. Une approche biologique, Monaco, Éditions du Rocher, 2001, p. 32. [Traducción personal]
  4. En L’histoire du temps (The Story of Time), cat. de exposición, Londres, National maritime museum, 1 diciembre 1999 – 24 septiembre 2000. Bajo la dirección de Kristen Lippincott, trad. del inglés por Nanon Gardin, Paris, Larousse, 2000, p. 132. [Traducción personal].
  5. Alain Reinberg, L’art et les secrets du temps. Une approche biologique, Monaco, Éditions du Rocher, 2001, p. 54. [Traducción personal].
  6. Umberto Eco, « Les temps », en L’histoire du temps (The Story of Time), op. cit., p. 011.
  7. Cf. Norbert Elias, Sobre el tiempo, trad. de Guillermo Hirata, México; Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1989.
  8. Paul Ricœur, Temps et récit. Tome I. L’intrigue et le récit historique, Paris, Éditions du Seuil, 1983, p. 53. [Traducción personal].
  9. « La création du temps » (autor no especificado), en L’histoire du temps (The Story of Time), op. cit, p. 018.
  10. Publicado en español por Ediciones Siruela en 2005 (traducido por Gregorio Cantera).
  11. Lewis Carroll, Œuvres, Paris, Gallimard, « Bibliothèque de la Pléiade », 1990, p. 561. [Traducción personal].
  12. Ibíd., p. 561-562.
  13. Ibíd., p. 663.